De El infarto del alma, de la fotógrafa chilena Paz Errázuriz
Desde el oriente, una línea de luz entibia el suelo percudido de años, barro, restos de comida, de quebrantos, de sudor que han sido pisados y renovados una y otra vez por los extraviados y por los otros, quienes aun fuera de sus cabales, los dientes ausentes, la mirada tosca enajenada tienen que trabajar en el jardín, en los laboratorios o en la cocina, cociendo el arroz y prensándolo y vigilando que se hinche lo suficiente, que la cebolla se acaramele lo bastante en su propia agua porque en este sitio no se compra azúcar, nada que agite los ánimos, que reviva las violencias disipadas, el fulgor oceánico de las miradas. El sol entra porque es de mañana e ilumina levemente el corredor que deja atrás una sutil diagonal trazando sobre el suelo formas con motivos de ramas y de líneas que al no lograr juntarse, al perder la definición en los extremos y emprender un callado pasaje, hacen de caricia amnésica para quienes atraviesan la manga hacia el espacio oscuro. Habiendo caminado unos diez pasos, a mitad del recorrido, un hombre se aleja, la cabeza baja, los brazos recogidos a la altura del vientre como quien amasa algo sin peso, un recuerdo apaleado, una hoja de pasto, el vaho de las manos sucias. Ese que se aleja no importaría si minutos antes no hubiera causado la pequeña catástrofe que mantiene a los otros dos hombres, uno en el centro a la entrada del corredor, otro a la derecha, afuera, habiendo renunciado al espacio ciertamente siniestro y engañoso, lejos de la tibieza de la luz protectora del sol, joya extraña, que por pocas horas despeja tanta oscuridad íntima. El primero, el del centro, reposa sobre una pared ajada, roída de tiempo de uñas, dientes y otras durezas no metálicas, durezas de hueso y desesperación. Ahí, en esa sábana sin voz se resguarda el interno, sabiendo que la sombra viene desde el suelo y que forma en su cintura una salvadora línea de nivel. Siente menos miedo del daño definitivo, de los extremos a que habrán de someterlo como intento de cura según le ha dicho el otro, el que camina por la luz con encorvada certeza, acercándose a una tercera, una cuarta, una última sesión de interrupción eléctrica. Va tan tranquilo, acostumbrándose a la luz, amasando vibraciones que no sabía que existían hasta ese día, la primera vez, después de terminar, cuando le arrancaron la goma de los dientes y se puso de pie. Entonces sintió la energía, los ruidos, las visiones residuales de lo que le quitaron, lo que tanto se empeñan en borrarle, esos que no tienen gestos y necesitan robarlos, o suprimirlos tras un espasmo intenso que logre darles alguna idea de cómo son las cosas, las existencias menores que pierden la voluntad y el hambre, la secuencia y la estructura. Él camina sabiendo y les ha dicho a los otros que será la última, la última violencia vivida y que si quieren estar a salvo no se acerquen a la luz, se mantengan serenos y olviden la palabra muerte. Los tres tienen miedo y aguantan el aliento en larga inocencia de aves torpes, el de la derecha ha preferido echarse sobre el piso y refugiarse tras sus ojos cerrados. Cuando llegó aquí pensó que mejoraría, que podría recuperar la risa y una postura estable, más social y menos enrollada en espinas de asbesto y cal como las que le brotaban en todas direcciones; una postura organizada, legible, lo suficiente como para sentarse a la mesa con otros a oír una canción o hacer un brindis y reír moderadamente. Eso era lo mínimo, un entrenamiento para la alegría cotidiana, para fingirla esforzada y dignamente. Ahora tiene miedo y ha perdido cualquier imagen lúcida, cualquier imagen, cualquier asociación estable entre gesto y sentimiento. Todo se desplaza hacia el frente en frenético desorden y renace la soledad de los segundos planos. Allá atrás, donde cruje el frío, atrás de sí, inevitables, las altas, reventadas, paredes del asilo.
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